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Días en las diócesis

sábado, 24 de julio de 2010

homilía de Melide (y 2)


Continuamos con la homilía de Melide, como habíamos prometido ayer.


Las Jornadas son para nosotros un signo muy claro, muy fuerte, y agradecemos la presencia de la Cruz de los jóvenes. Vamos a pedirle a nuestro Señor en este día que, ya que la despedimos, escuchemos antes aquí una vez más el testimonio de esta juventud del mundo, y que podamos hacerlo propio de alguna manera. Nosotros ya no caminamos en la oscuridad, sino en la luz. Ya no caminamos pensando que las cosas no tienen sentido, que ni la vida lo tiene; estamos ciertos y seguros del amor que nos ha sido dado, de cómo hemos sido queridos y de que podemos y hemos de vivir este amor y esta esperanza contra todo.

Una cultura de la muerte significa en el fondo negar, y en realidad negar dentro de cada uno de nosotros, ir ahogando, asfixiando en nuestros corazones la esperanza, el amor y al final la fe. Y nosotros hoy decimos lo contrario, será imposible asfixiarnos. El Señor ha triunfado para siempre y nosotros, que somos débiles, pequeños, que no podríamos luchar contra el mundo y todos sus poderes, que no aguantaríamos más allá de pocos minutos, sin embargo no seremos vencidos. Nosotros que no podríamos luchar solos, estamos con el vencedor y venceremos. La esperanza, el amor y la fe no se destruirán en nuestros corazones, no desaparecerán; y a pesar de todos los pesares y aunque la nieguen a nuestro alrededor, nosotros mantendremos esa luz encendida. Esta es la gran esperanza que tiene el mundo, que sigamos construyendo sobre esta piedra fundamental, sobre esta fe. Un mundo sin esperanza y sin amor verdadero probablemente sería muy poco agradable para vivir; no seríamos felices.

Nosotros hoy que entregamos la Cruz a la Diócesis de Mondoñedo, queremos dársela pidiéndole al Señor esta gracia, que guarde en nuestro corazón y deje enraizado dentro de nosotros este signo de su presencia y de su victoria. Para que cuando no haya esperanza, nosotros la tengamos y la podamos testimoniar, e iluminemos a quien no la tiene. Y que cuando no haya personas que sepan del amor, porque no se sienten amadas, ni aman, ni saben ya qué hacer, nosotros guardemos la memoria de que el Señor nos ha amado y amemos, y allí donde no lo hay nosotros impidamos que el amor desaparezca y lo hagamos resplandecer. Y que cuando se desvanece la fe y escuchamos a la gente comentar y decir que nada vale la pena y todo da lo mismo, y qué más da una cosa que otra, porque ya no sabes por qué algo es mejor que nada, nosotros en cambio guardemos la fe y sepamos que tenemos algo que merece infinitamente la pena, en lo que creemos de corazón y en lo que se puede confiar; algo que es Alguien, que es nuestro Señor, y con Él todos nuestros hermanos con los que caminamos juntos.

Pidámosle esta gracia y pidamos también una segunda, que, si nosotros flaqueamos, tengamos alguien a nuestro lado que haga esto para nosotros. Que no estemos solos, sino que tengamos siempre gente cerca que vuelva a dar fuerza a la llama de nuestro corazón, que nos testimonie de nuevo el amor, que despierte la esperanza, que nos permita verla cerca de nosotros, viva, en nuestro mundo.
Las Jornadas han sido en muchos países un signo de esta compañía grande y buena. Multitud de jóvenes han mirado al Papa con esta esperanza. Y sin duda cada uno tiene en su vida el rostro y el nombre de personas que han sido verdaderos enviados de Dios para él. Y todos, de muchas maneras, hemos tenido cerca a la Virgen María y confiado en su protección. También hoy volvemos la mirada a Ella, que nos acompaña siempre como madre y se hace presente aquí de modo especial en este gran icono.
Que en nosotros brille la fe es un gran regalo de Dios al mundo, pero que tengamos cerca quien sea luz para nosotros también es una gracia muy grande. Necesitamos las dos cosas, no bastaríamos nosotros solos. Necesitamos que venga hasta nosotros la Cruz de los jóvenes y con ella los jóvenes, un testimonio vivo de fe y de alegría. Y luego necesitaríamos ser así también nosotros en medio de nuestro mundo, y hacer y construir nuestra vida como un ámbito de amor, y de ningún modo como un ámbito resignado a la muerte. Que esto no sea así nunca. Que esta resignación triste nunca domine, sino siempre la fe y el amor que el Señor ha hecho triunfar definitivamente en la Cruz.


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